Un despreciable insecto en busca de
justicia.
Ricardo T.
Ricci, 27 de abril de 2019
Sí, la citación era para hoy, de eso estoy seguro. ¿Cómo será? ¿Declaré? ¿Me advertirán que debo decir la verdad y sólo la verdad?
Por las dudas
saco el papel de mi bolsillo. Cuesta leerlo por la cantidad de arrugas y
pliegues que tiene. ¡Lo he visto y lo he vuelto a guardar tantas veces!
En este acontecimiento y en este día me va la vida.
Confirmada la citación y corroborada la fecha y el horario, levanto mi mirada
ante el majestuoso portalón de entrada. Se debe guardar algo sagrado adentro de este edificio, el portón de hierro forjado con rejas y
retorcidas volutas ornamentales así lo atestigua. Uno percibe en grado de
certeza, que lo que allí se encuentra es materia preciosa. Inmediatamente
detrás de fortificado ingreso me enfrento con un monstruo realmente
atemorizante. Es la enorme escalera de entre dieciocho y veinte
metros de ancho, que asciende señorial y portentosa hasta lo que
sería el tercer piso de un edificio actual, de esos comunes. Los conté después,
son 42 escalones, todos de mármol que han resistido majestuosamente el paso de
los tiempos y los miles de desventurados como yo. El común de los
mortales mira hacia arriba y se siente amedrentado por tanta altura, tanto
recorrido, tanto trayecto venerable.
Me siento un insecto ante lo sacrosanto, un gorgojo ante la
mismísima majestad de lo imperecedero. Atemorizado y empequeñecido, no me
animo a transitar en mi diminuta soledad, este trayecto solemne que parece reservado
sólo para los iniciados.
En ese momento llega el Dr. Rapazini, me toca el hombro con
familiaridad y displicencia. Me dice que el encuentro es arriba. Mientras le
pregunto a mi pie izquierdo si se va a animar a pisar el primer escalón, él ya
ha recorrido por lo menos una decena a los saltitos, avanzando de dos en dos.
“¡Vamos!” Me alienta. “No se achique compadre que no muerde.”
Después de un ascenso reverencial, paso a paso, lentamente,
llego agitado, más por la ansiedad que por el esfuerzo, al piso superior.
“Miré, aquí presentamos el escrito, en la Fiscalía en lo Civil, Comercial y
del Trabajo I. Firme acá y ya está desocupado. Ya hablé con Carlos, el fiscal y
nos espera Roberto, el juez para concluirlo todo. No se preocupé, todo está
convenido y arreglado, lo llamo cuando esté lista la sentencia.”
Me quedo mudo, digo adiós con un gesto casi imperceptible y
me encamino perplejo hacia el precipicio. Nuevamente me enfrento a la
grandiosa, y ahora inversa perspectiva de la escalera, me toca tener el
atrevimiento de descender al mundo de la vida. Por un lado me siento acobardado
y misérrimo, por otro sé que de ese modo y sólo de ese modo, dejaré atrás la
ridícula solemnidad de los Tribunales de Justicia de Tucumán.
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