“Mecha”
Ricardo T. Ricci
S. M. Tuc, 26 de marzo de
2020
No, Mar del Plata no era
para cualquiera; recién muchos años después, desde los ’50, la cosa cambió, se
hizo popular. En los ’30 era el balneario de moda para algunos privilegiados de
la High Society de Buenos Aires. Las familias se instalaban en grandes casas,
pequeños palacetes cercanos a la playa, durante todo el verano. Viajaban
comodísimos en el tren que salía de Plaza Constitución, o en sus propios autos.
El núcleo social lo constituían esas familias agrícolas ganaderas inmensamente
ricas que pasaban la mitad del año en nuestras pampas y la otra mitad en París.
Como siempre alrededor del
sol giran planetas menores, algunos de órbita cercana llegan a disfrutar del
calorcito del Astro Rey, los más alejados, casi ni luz reciben. De todos modos
la cuestión consiste en pertenecer, en ser invitado, en saber cuáles son las
tendencias, en conocer donde se juntan todos hoy, todos los que son como
nosotros.
La Mecha era la hija menor
de un tano aventurero y emprendedor, que verdaderamente había hecho la América.
Alrededor de 1865 se vino para la Argentina con una mano atrás y otra adelante,
como se solía decir. Para la celebración del Centenario el tipo era
inmensamente rico, varias veces millonario. La Mecha era la octava de sus
hijos, la más bonita por lejos. El mayor ya era médico, el segundo se había
escapado del seminario, las mujeres eran profesoras de piano y hábiles en las cuestiones
del corte y la confección. Algunos comerciantes, otros cuya ocupación consistía
en dilapidar la fortuna con proyectos irrealizables, emprendimientos
inconstantes y mucha, pero mucha diversión. Trajes elegantes, amigos
destacados, cuello pajarita, carruajes distinguidos, champán y amigas
dispuestas para todo servicio. Noches fantásticas de juventud, sueños
compartidos, despilfarro, alcohol y muchos mimos.
A la Famiglia le faltaba dar un
solo paso, adquirir un apellido destacado, un descendiente de familia
tradicional si es posible de los terratenientes herederos de las células reales
de la época colonial. El trato era: me das tu apellido, te doy en matrimonio a
mi hija más linda, la más pequeña. El vínculo matrimonial aseguraba el ascenso
social, se podía estar más cerca del sol, recibir más luz y calor.
Esa fue la historia de la
Mecha. Casada por un contrato de conveniencia con un salteño de apellido con
sonoridades coloniales, ya sin campos y sin dinero. Un dilapidador profesional,
cuando la Mecha tenía veinte este señor ya estaba en la cuarentena. Tenía la
vida hecha y también desecha: timbero, borrachín, consentido, chinitero,
taimado, experto en supervivencia y en engaños, pero con apellido resonante.
Dinero y damita va, apellido viene, se celebró el contrato y el matrimonio
inició el camino del martirio. Después de perder un varoncito durante el cuarto
mes de embarazo ya nunca más pudieron concebir un hijo. A los pocos años el salteño
falleció en Buenos Aires, destruido, hecho una piltrafa, en una cama de
hospital municipal, sin gloria y con mucha pena.
La Mecha comenzó a ser la
viuda de. Allí es cuando empezó a gozar de las mieles del ascenso social,
departamento en la zona de Retiro en Buenos Aires, té y canastas por doquier,
variadas soirees, el dinero y el
apellido son una yunta imparable. Fue la época de sus prolongados veraneos en
la selecta Mar del Plata, de la vida soñada, de los amigos influyentes que
siempre te tienen un carguito en algún ministerio cuando andás medio
necesitado.
Finalmente la Mecha regresó
al pago original, al seno de la familia que la acogió como una más. Con algún
resto de privilegio vivió una vida sencilla ayudada por la caridad de los
demás. Altanera, elegante, piel de porcelana, sombreros con redecilla para
ocultar coquetamente la dirección de la mirada y resguardar lo que va quedando
de pudor.
En esa época la conocí, la
admiré, y cuando supe su historia la compadecí. Años después la Mecha padeció
demencia senil y murió, gracias a una postrera influencia, en una habitación
para ella sola en un hospital psiquiátrico público.
La familia es la familia.
La Mecha se merece mi reconocimiento y mi homenaje tantos años después. Las
costumbres de otras épocas pueden ser severamente criticadas, ya las
generaciones que nos siguen sabrán criticar con la misma severidad las
nuestras.
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