Fantasma
Ricardo
T. Ricci
S. M. de Tucumán, 31 de octubre de
2017
La filosofía del diálogo ha
impregnado el pensamiento de la segunda mitad del siglo XX. Aún en los primeros
años de este siglo, seguimos nutriéndonos del pensamiento de Buber, Levinas y Ricoeur,
entre otros. La enorme contribución de esta mirada es haber destacado el
determinante aporte de la presencia del otro en la construcción de la propia
identidad. La presencia del otro, de un Tu, resulta decisiva en la conformación
y estructuración del Yo, es el fundamento sólido de nuestra propia identidad.
La interacción con el otro constituye la matriz fundante de la relación entre
los seres humanos en sociedades compuestas por millones de individuos. La
presencia de la persona del otro es insoslayable a la hora de efectuar el
intento de explicar la propia persona.
En ese sentido, el
pensamiento dialógico, consolida los pasos hacia lo colectivo y lo relacional
en la vida de los seres humanos. Si dudas es una evolución sustancial respecto
al autorreferencial “pienso, luego existo”. Los filósofos mencionados, de un
modo u otro, destacan la presencia de un Tú que me nombra, de un otro que me
saca del anonimato y que me distingue. El encuentro con el rostro del otro es
la piedra basal de todo discurrir filosófico e inaugura una relación ética que
de ese modo pasa a constituirse como filosofía primera.
En otras culturas, esas que
el eurocentrismo decimonónico denominó ‘primitivas’, la importancia del otro en
la distinción de mi yo, es una obviedad, algo que con el paso del tiempo se ha arraigado
como sabiduría popular. La línea clara y distinta que hace de límite entre el
yo y el otro tan cara a la filosofía occidental, se encuentra difusa y borrosa
en el pensamiento asiático y africano. “Umuntu, nbuntu, ngabuntu”, en la lengua
Zulu significa: “Una persona es una persona a través de otras personas”. El
filósofo keniata John Mbiti afirma: “Soy porque somos y en tanto somos, soy”.
La literatura
permite que cuestiones que damos por conocidas, se coagulen, se nos hagan
cuerpo cuando las vemos expresadas en contextos narrativos. El relato permite
que frases que nos resultan familiares, vuelvan a confrontarnos y nos saquen de
la modorra de lo habitual y rutinario. Es lo que me ocurrió al leer la breve
novela del angoleño José Eduardo Agualusa: “Teoría general del olvido”. En ella
se relatan las peripecias que una residente colonial portuguesa sufre durante
la revolución y la guerra civil de Angola. Ludo es una mujer que sufre de
agorafobia, que durante casi 30 años permanece encerrada por su propia voluntad
en un departamento de la ciudad de Luanda. Durante su encierro se alimentará de
lo que encuentre a la mano, beberá agua de lluvia y compartirá sus días con
Fantasma, un perro que convive con ella desde cachorro, antes de que la puerta
se cerrara y de que la entrada del departamento fuera tapiada a cal y canto. En
la página 94 de la edición en castellano de Edhasa, Ludo escribe para sí misma:
“Fantasma murió anoche. Todo es tan inútil
ahora. Su mirada me acariciaba, me explicaba y me sostenía”
El
otro, en este caso Fantasma, murió anoche. Ya no estás más conmigo, no te encuentras
más en frente de mí. Tu ausencia hace que me extrañe, me incapacita, me torna
anónima. En realidad, ya no distingo lo útil de lo inútil. Ya no estoy segura
de qué es lo esencial para este mi Yo desdibujado. Carezco de referencias,
extraño aquellas seguridades que creía tan mías. Tu mirada me acariciaba, me
explicaba y me sostenía. Me sentía yo permitiendo y generando que para mí
fueras más de lo que eras.
La mirada del otro:
Acaricia, Explica, Sostiene.
Acaricia actualizando las
emociones y los sentimientos. La mirada se siente. Los ojos que se depositan en
mi rostro me distinguen del fondo anodino que me rodea. Esa mirada me rescata
de la soledad, para hacerme su huésped.
Explica. Me indica
silenciosamente quién soy. Apela a mi cognición, entiendo que soy responsable
de él. Reconozco en qué nos parecemos y qué nos diferencia, me anoticio de ello.
Al explicarme, me provee del ABC sobre el que se construye mi frágil identidad.
Sostiene. Me da razón del
espacio y el tiempo en los que existimos. Es en esas coordenadas en las que soy
distinguido y singularizado. Se trata de un aquí y un ahora diferenciado de la eterna
infinitud del espacio – tiempo. Ahora y aquí yo no soy cualquier yo y tú no
eres cualquier tú, sólo somos nosotros.
El nivel de profundidad que
logra nuestra introspección en clave dialógica es muy potente. Cuando el
silencio nos atraviesa, resuenan las infinitas voces que nos sostienen, que nos
dan fe de que estamos vivos, que le otorgan un sentido a lo que de otro modo
sería una mera supervivencia.
Concluyamos con unas
palabras de Desmond Tutu, obispo anglicano de Ciudad del Cabo – Sudáfrica:
“Mi humanidad está ligada a la tuya, es por
eso que sólo podemos ser humanos juntos.”
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