Sustos
de desayuno.
Disfruto de un soberbio desayuno en el ABC; me
he procurado una mesa apartada para poder leer algo en mi tablet mientras tomo
mi café con leche con bollitos calientes y manteca. Es para mí casi un ritual,
los días hábiles de la semana cumplo con esta cita que me permite entrar al día
con la panza llena y el cerebro despierto. Esas son las dos mayores bendiciones
a la que puede aspirar cualquier ser humano en esas primeras horas de la
mañana. El ABC siempre está colmado, aún este selectivo aislamiento se ve
invadido por algunas voces, inoportunas noticias televisivas, ruidos de vajilla,
chiflidos de vapor de la máquina del café. Nada de eso resulta incómodo, todo
suma para el calor local, y aporta para esa tan plácida sensación de estar en
casa.
Mi atención, al no estar enfocada de manera
excluyente, busca y rebusca datos interesantes para ella en el ambiente que me
rodea. Sabido es que nuestro cerebro social se ha desarrollado sobre la base del
chisme y la comidilla, bueno pues, se encuentra haciendo lo que mejor sabe
hacer desde hace siglos, buscar información novedosa e interesante. Ya lo
conozco y dejo que cumpla su cometido a
piacere. ¡Qué rico está este bollito! Y sí, no nos está yendo bastante bien
con el futbol, otra Copa América tirada a la basura.
“El
tipo subía la escalera hasta el cuarto piso, ya había estado allí el día
anterior. Si bien se cuidaba en extremo de hacer rechinar los escalones, la
vieja escalera de madera daba testimonio sonoro de su desplazamiento. No, nadie
lo ha visto. Viste con su abrigo largo de invierno, le produce mucho calor pero
le permite disimular el hacha de filo reluciente que ha colocado bajo su axila
izquierda. No sabés lo que sudaba ese tipo, tembloroso y pálido continuaba
subiendo al departamento que ya conocía y que era su objetivo.”
La voz viene de atrás. No me fijé bien, creo que
al sentarme no había nadie, no me parece correcto mirar hacia atrás, por lo
menos por el momento. Mi aparato sensorial sigue los dictados de mi atención.
La conversación, ciertamente interrumpida y discontinua, ocupa el centro de mi
conciencia. Sé que no es correcto escuchar conversaciones ajenas pero… ésta me
atrapa desde su inicio. ¡Che, después de todo esto no huele bien! Me reclino
sobre el respaldo de la silla usando mi tablet como camuflaje, finjo estar
absorto en la lectura de los vaivenes de la macroeconomía. En realidad, el tipo
de cambio, la balanza de comercio exterior, el déficit fiscal, me tienen sin
cuidado ahora. Sólo deseo saber qué pasa con ‘el tipo’.
“Golpea
con sus nudillos e inmediatamente le abren la maciza puerta. Al ver la
presencia de un hombre desconocido la vieja quiere cerrarla pero él se lo
impide con un fuerte empujón. Está aterrado y a la vez decidido. La adrenalina
que corre por su cuerpo debe ser máxima. Lo hace palidecer y a la vez
acondiciona su corazón y todos sus músculos para el ataque.”
Che, esto se está poniendo pesado. Parece confirmarse que
estamos ante el relato de un delito picante. ¿Y si estos fulanos de la mesa de
atrás cometieron algún crimen, o fueron testigos de uno? ¿Qué es lo que
corresponde hacer en ese caso? Me parece que lo más conveniente es dejar de
escuchar o rajar. Sacarse ya el compromiso y el riesgo a una eventual
complicidad.
“La
usurera quedó paralizada, pero no soltó el pestillo aunque poco faltó para que
cayera de bruces. Después, viendo que la vieja permanecía obstinadamente en el
umbral, para no dejarle el paso libre, él se fue derecho a ella. La vieja
muerta de miedo no pudo pronunciar una sola palabra y se quedó mirando al joven
con los ojos muy abiertos. Le traigo..., le traigo... una cosa para empeñar...
Pero entremos: quiero que la vea a la luz. Con ese pretexto se encaminó hacia
adentro de la estancia. ¿Qué me traes? Una pitillera de plata. Ya le hablé de
ella la última vez que estuve aquí. Pero, ¿qué te ocurre? Estás pálido, las
manos le tiemblan. ¿Estás enfermo?”
“La
vieja tomo el atadillo y comenzó a desatarlo, le resultaba imposible, un poco
por las ataduras y un poco por el temblor de sus manos. Tanto la ocupaba esta
tarea que por un instante se olvidó de él.
Sacó
el hacha de debajo del abrigo, la levantó con las dos manos y, sin violencia,
con un movimiento casi maquinal, la dejó caer sobre la cabeza de la vieja.”
Esto es tenebroso, se está pasando de la raya.
Es un crimen atroz contra una persona totalmente indefensa, una anciana sola en
su departamento. Y aunque se pudiera defender es atroz, le partió la cabeza de
un hachazo. ¿Es que debo permanecer impasible en este estado de cosas? Che,
estoy asistiendo al relato de un crimen atroz, quizás a la mismísima confesión
del hecho. Quizás es el diálogo entre el criminal y su abogado defensor. Quizás
el diálogo entre el que cometió el crimen y el que hizo de campana mientras el
otro estaba arriba, en el cuarto piso. Tomo conciencia de que el que está
pálido soy yo, que el que suda soy yo, que el que no sabe qué hacer soy yo.
¡Qué situación horrible, una es contarla y otra es vivirla! ¿Quién me manda a
escuchar conversaciones ajenas? ¡Qué angustia carajo! ¿Qué hago?
“Le
dio con todas sus fuerzas dos nuevos hachazos en el mismo sitio, y la sangre
manó a borbotones, como de un recipiente que se hubiera volcado. Dejó el hacha
en el suelo, junto al cadáver, y empezó a registrar, procurando no mancharse de
sangre, el bolsillo derecho, aquel bolsillo de donde él había visto, en su
última visita, que la vieja sacaba las llaves… Como había supuesto, una bolsita
pendía del cuello de la vieja. También colgaban del cordón una medallita
esmaltada y dos cruces, una de madera de ciprés y otra de cobre. La bolsita era
de piel de camello; rezumaba grasa y estaba repleta de dinero… Pero cuando
empezó a revolver los trozos de tela, de debajo de la piel salió un reloj de
oro. Entonces no dejó nada por mirar. Entre los retazos del fondo aparecieron
joyas, objetos empeñados, sin duda, que no habían sido retirados todavía:
pulseras, cadenas, pendientes, alfileres de corbata... Con manos temblorosas
juntó lo que pudo y sin seleccionar. Se encaminó hacia la puerta, para huir. En
la habitación contigua, junto al cadáver estaba la hermana discapacitada de la
occisa. Tenía en las manos un gran envoltorio y contemplaba atónita el cadáver.
Estaba pálida como una muerta y parecía no tener fuerzas para gritar. No atinó
a hacer otra cosa…se abalanzó contra ella. El hacha cayó de pleno sobre el
cráneo, hendió la parte superior del hueso frontal y casi llegó al occipucio.”
Tiemblo de arriba abajo. Nunca pensé ser testigo de una
situación tan comprometida. La voz del relator se torna grave, opaca, en un
volumen cada vez menor. Pienso que sin dudas está implicado de algún modo,
quizás siente el peso atormentador de la culpa.
“Se
arrojó sobre la puerta y echó el cerrojo. «Acabo de hacer otra tontería. Hay
que huir, hay que huir...»”
¡No doy más!, me levanto de mi silla y doy un
giro decidido y amenazador. Me enfrento a ellos. De pronto los veo, dos
individuos corrientes, jóvenes que me miran sorprendidos y aterrorizados. Un
energúmeno - yo - fuera de sí los enfrenta amenazante en un bar cualquiera a las ocho
y media de la mañana.
En ese
momento veo que el de la voz grave tiene abierto “Crimen y Castigo” de
Dostoievsky en la página 173. Avergonzado, repito para mí aquellas palabras:
Hice una tontería, debo huir, debo huir.
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