Un par de negros mostachos
Ricardo
T. Ricci
Mayo
de 2019
Una vez más Raúl se puso
cara a cara con la esfera de su reloj. Una vez más aquel par de negros
mostachos lo disuadieron de esperar. ¡Ya no vendrá! Se dijo. ¡CORTEN!
Lo fantástico de la literatura es esa inagotable posibilidad
de crear mundos e historias, es decir escenarios y tramas. Poblar esos
mundos con personajes que encarnan las historias que surgen de mentes que son
como las otras mentes. La literatura es la posibilidad de plasmar en un papel
los mundos que todos, desde nuestra más temprana infancia, hemos
sido capaces de crear para ponerle un orden, nuestro orden, a esta vida
incierta. Esos mundos y esas vidas se trasladan al papel en forma de signos, de
ese modo adquieren una realidad hasta ese momento inexistente. A través de esos
signos, nuestra mente es capaz de crear una porción nueva de realidad con un
significado explícito u oculto, como en el caso de Raúl.
Hasta hace apenas unos minutos Raúl, este Raúl no existía en
mi vida y tampoco en la tuya. ¿De qué oscuro rincón del inconsciente pudo venir
este Raúl? ¿Por qué vino Raúl y se quedaron Gerardo Carlos y todos los otros
también? Algún fenómeno, no dependiente del puro azar, trajo a este Raúl al
escenario. Este muchacho, si acaso lo es, ha sido beneficiado por la existencia
y encierra los miles de raúles y no raúles que pueblan mi memoria y mi
imaginación. Dicho sea de paso, memoria e imaginación son hermanas gemelas que miran
en direcciones opuestas, además les encanta intercambiar contenidos. Una cosa
más: este Raúl es nuevecito, aunque surge de un manantial de experiencias vividas por
mí.
A partir de ahora existe otro Raúl, el tuyo, el de tus experiencias
e interacciones. A ese Raúl nos referimos cuando de algún modo lo imaginamos en
una esquina concurrida de una gran ciudad, podría ser cerca de la boca de la
estación Juramento de la línea D de subtes. La mínima escena inicial nos
orienta, y allí también interviene nuestra memoria; un lugar populoso y
ajetreado donde la existencia de un reloj tiene sentido. Aunque todo es
posible, no me imagino a este señor parado en un surco de caña de azúcar en una
calurosa tarde tucumana. ¿Tú te lo imaginas en el puerto de Ushuaia? Puede ser,
por qué no.
Una vez más se enfrenta cara a cara con la esfera del reloj.
El reloj tiene cara, adquiere consistencia y dimensión humanas. Es una cara
chata e inexpresiva, muchas veces lo hemos tratado de inexorable e impiadoso.
Ahora sin embargo es el compinche de Raúl, lo acompaña en un trance que, si
resulta tal y cual se lo imagina Raúl, lo condenará al olvido inmediato.
Mientras tanto, cumple fielmente con su trabajo de dar la hora permitiendo que
su segundero de vueltas y vueltas sin marearse y sin concederse absolutamente
ninguna pausa. Es que el reloj efectivamente muestra su cara, su cara franca y
sin dobleces. Es un referente fiel del paso del tiempo y está allí, atento,
para dar testimonio de ello e informarnos acerca de puntualidades laborales y
citas desbaratadas. Ese enfrentamiento reiterado cara a cara con la esfera
implacable no augura nada bueno.
He visto esas interacciones hombre - reloj en salas de espera
de hospitales, ante las puertas de quirófanos o en salas de cuidados intensivos. Las he visto
en audiencias en tribunales, en andenes de estaciones, en paradas de
colectivos, unas pocas en salas velatorias. Son interacciones frecuentes de los
preceptores en los colegios, de los árbitros de fútbol, en fin, de gente en
funciones de control o en personas ansiosas, desesperadas o colmadas de
inquieta esperanza.
Los negros mostachos son verdaderamente un anuncio ominoso.
La cita era a las ocho y ya son las ocho y veinte, eso es lo que las agujas del
reloj anuncian en forma de mostachos con los extremos caídos. ¿Y por qué no
decir claramente que ya son las ocho y veinte? Pues porque el autor se da el
gusto de hacer un giro lingüístico y mediante la metáfora sugerir sin decir.
Sólo para que el lector se vea impactado con una construcción sorprendente que
reclame su atención, toda su atención. Porque en literatura uno tiene derecho a
recurrir a formulaciones que permiten el vuelo de la imaginación del autor, y
despierta el deseo de comprender del lector. Las nueve y cuarto pueden ser
bigotitos cuidados y engominados, las siete y veinticinco, unos bigotazos estilo
mariachi. Los mostachos son geniales, por precisión y simetría.
Eso que debía ocurrir a las ocho corre peligro de no
concretarse. Han pasado veinte minutos y es un muy mal presagio. Es más, ya ha
ocurrido otras veces y las secuelas de estos desplantes son devastadoras. La
recuperación es muy lenta, dura semanas o días. Raúl parece ser un tipo
extremadamente puntual, ¿será capricorniano? Le molesta que los demás, sean
piscis, acuario o géminis no acudan a las citas puntualmente. El reloj le está
dando la evidencia ostensible de una nueva decepción.
Ya no vendrá, es la afirmación en forma hipotética que Raúl
parece tentado a hacer. Mientras, la esquina de Cabildo y Juramento es
absolutamente ajena a la preocupación y la ansiedad del impaciente mirador de
relojes. Le va mucho en esta cita, no es una más. ¡Ya no vendrá! La conjetura
abre una puerta de desesperación. No, es más que eso, es desilusión, es fraude.
Raúl se siente devaluado, su yo presenta una grieta que no le permite entrever
el futuro.
¡ACCIÓN!
Nunca te pares en la puerta
del subte, alguien puede tropezar y empujarte escaleras abajo. Te entendí que
me esperarías en la esquina de la librería, no acá. Además, con ese adefesio de
impermeable decimonónico y el paraguas de tu abuelo no te hubiera reconocido
desde allá. Menos mal que me crucé. Al final ocurrió lo mismo que la semana
pasada en Flores. ¡Dale, al cine ya no llegamos! Un buen café con leche me va a
venir de diez. Ah, y corregí ese vejestorio de reloj, ya te dije que adelanta.
¡CORTEN!
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