Crecimiento
patrimonial
Ricardo T. Ricci
S.M.
de Tucumán, 20 de octubre de 2017
Mi
opinión, no es la verdad.
Mi
perspectiva, tampoco la realidad.
Mi
fábula es eso, una fábula.
Además de gratificante,
tomarse una leche cortada con tortillas en este bar de frente a los tribunales
de justicia, resulta ser una experiencia esclarecedora. En él pululan los
“Guardianes del Patrimonio”, los “Mercaderes del patrimonio”, los “Piratas del
patrimonio”. A temprana hora de la mañana, acicalados en elegantes trajes a la
moda, en vistosos vestidos floreados o trajes sastre de buen corte, deambulan a
paso firme una rica variedad de pájaros de mal agüero. Aves rapaces de picos
curvos y garras disimuladas bajo blancos puños adornados con gemelos, o bajo
pulseras relucientes que cumplen con su misión de distraer eficazmente la
mirada de los infortunados.
El patrimonio, los bienes
muebles e inmuebles, los derechos sucesorios de las partes, las propiedades
urbanas y rurales, las escrituras, los depósitos a los colegios profesionales,
tu parte, mi parte y la parte de ellos, son el contenido excluyente de las sesudas
charlas que en cada mesa adquieren una aparente y solo aparente, singularidad.
Cada desprevenido cliente
está convencido de ello, todos creen que su problema es único, que es la
primera vez que ocurre algo por el estilo, que cada angustia es original y
fundante de un mundo nuevo. Pues lamento decirlo: no es así. Los gestores del
patrimonio son peritos en disfrazar de inaugurales, los senderos repetidos que luego
desandan con hábil pericia. El proceso carece de originalidad, la burocracia
judicial es anodina, sorda y muda. Se impone el tedio, perentorios tiempos de
postergaciones infinitas, sentencias lerdas que apeladas convenientemente
resultan eternizadas por mortales astutos. El patrimonio, el bendito patrimonio,
los bienes fungibles, los derechos y los deberes, la abultada jurisprudencia a
favor y en contra. La lógica argumentativa, la falacia encubierta y el error
procesal son las monedas de cambio en este mundo que se me antoja oscuro,
cerrado y de rituales asfixiantes.
Todo es válido para que el
patrimonio cambie de manos, aunque más no sea parcial y disimuladamente. El
porcentual, el arreglo extrajudicial, la aquiescencia de los contendientes. Los
justos honorarios ante tamaño compromiso en defensa de los genuinos intereses
de los clientes, hacen naufragar los bolsillos más pudientes, precisamente estos
últimos son los atacados con mayor sagacidad. No hay piedad ante la indigencia,
siempre se encuentra el modo de ser ‘justamente’ remunerado por tanta “contracción”
al trabajo.
El cliente, ingenua ave
indefensa entre tanto carancho, ve pasar atónito los números de artículos,
incisos, códigos, mientras sus dineros se escabullen ante esa misma mirada. El
imputado mira sin ver y oye sin entender a ese letrado verborrágico que exhibe
interminablemente todas las posibilidades que tiene de ganar ese pleito, que de
hecho “ya está ganado”, pero… Hay que esperar los tiempos procesales de modo
que el susodicho sea convenientemente esquilmado.
En el caso remoto de una
gestión exitosa y una vez ‘pelado’, con su patrimonio enflaquecido cuando no
ausente, el cliente agradece con las manos juntas y una respetuosa reverencia,
la valentía y el arrojo de ese abogado que se jugó por él. Una vez recibida esa
ofrenda, el semidiós de la defensa, bajo el conveniente paraguas del secreto de
sumario, se reúne con el fiscal y Su Señoría aquí, en la mesa de al lado, a
tomarse un whiscacho y departir amablemente sobre las maravillas del
crecimiento patrimonial.
Proveer
de conformidad.
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